jueves, 11 de febrero de 2010

“Enfrentar los miedos”

El principio de las decisiones en la niñez
  “La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño”. Friedrich Nietzsche(1844-1900).


En un orden casi natural designamos la forma de ser de los niños como infantil, claro está, pero más allá de que lo infantil represente una etapa de la vida de acuerdo al tiempo, ha tomado una serie de designaciones sociales que todos adquirimos e inmediatamente relacionamos y juzgamos no sólo a los niños, sino también a quienes den muestra de comportarse como tales.
      Ser infantil por ende constituye un entramado de valores donde el capricho, el berrinche y el llanto son indispensables y la necedad es la reina. Ser infantil de esta forma transmuta a los niños a una dimensión irreal, al menos para los adultos, en donde se es simplemente por la ilusión, la fantasía y la esperanza, es por eso que un niño no es “capaz” de tomar sus decisiones, ni de entrever seriedad en ese sentido.
      Así, en nuestra sociedad un niño tiene la posibilidad del juego como única actividad realizable, y el estudio es pues el trabajo de los infantes, una obligación que deben acatar, muchos por temor a  represalia, y otros tantos por el propio curso de la vida.
Ser entonces un adulto significa tener no sólo la capacidad, sino también el derecho  de criticar a cual niño se ponga enfrente y dictar una orden que sirva para formarlo y educarlo en esta sociedad. Ser adulto es posible en la medida en la que se es responsable de sus actos y se muestra de manera consciente a la vida.
      Pero a decir verdad, esta disposición de lo infantil y lo maduro ha quedado relegada a un modelo que actualmente no aplica en nuestra realidad. Ahora es muy común ver a los niños actuar con una seriedad envidiable con los otros, además de permanecer en un estado donde se vive al máximo cada segundo de vida.
      Por otro lado están pues los adultos, o quizá debería decir estamos, quienes demuestran ser conducentes con los demás y estar al tanto de lo que es bueno y lo que es malo, la moral es su forma de vida y su acciones por consecuencia serán basadas en lo correcto.  Un adulto de esta manera es lo suficientemente fuerte para afrontar con entereza una pérdida o un fracaso; no así los niños, que en consideración por ser derrotados vivirían en el llanto y la agonía, no por más de diez minutos.
     Sin embargo, esto ha quedado atrás, así como lo han hecho muchos de los comportamientos, acciones y objetos que conocíamos, nuestro propio desarrollo nos está dirigiendo a un espacio en el que los adultos ya no son maestros y los niños ya no son alumnos.
Los niños de hoy en día saben mucho más que sus padres de tecnología y por esta razón tienen en sus manos muchas respuestas que éstos desconocen. Los niños de la actualidad en vez de jugar matatena se encuentran en todas partes con un Game Boy en mano, con el cual se transportan a lugares, escenarios y mundos no antes vistos.
      No obstante, esto no es muestra alguna de madurez, los niños de ahora al igual que los de antes viven normalmente su existencia de acuerdo a su edad, simplemente las formas de vivirla se han transformado por el propio desarrollo de la sociedad;  el comportamiento de los infantes más bien tiene que ver con la educación impartida por los adultos.
      Ahora bien, lo importante es considerar que las categorías de infantilidad y madurez no son tan precisas y establecidas como las hemos tomado, más bien son coexistidas en términos de personalidades y de educación; aunque es cada vez más visible que en el curso dinámico de nuestra sociedad los niños han adquirido mucha mayor solvencia y conocimiento para actuar.
      La fantasía, la esperanza y el juego no deberían ser características únicas de la niñez, al contrario, deberían formar parte de nuestras vidas a lo largo de las mismas.
      Quizá deberíamos trascender el binomio de dominación-dominado, maduros-infantiles, para instaurarnos en un espacio en el que el ser humano es considerando en cuanto a las etapas psicológicas normales de nuestra existencia, pero teniendo en cuenta que éstas se viven conforme a las personalidades y los contextos.
      En todo caso qué pena pagan los niños para que se les relacione directamente con berrinches y caprichos. De ser así los propios adultos tendrían que ser clasificados en problemas, envidias, peleas y egoísmos. Pero seguramente ese no es el caso, y como adultos poseen todas las armas para desenvainar el comportamiento de los demás, jamás el propio.
      En nuestra calidad de adultos deberíamos juzgar nuestros actos y la creciente irracionalidad que permea en los mismos, la violencia continua y el deseo incesante de mostrarnos más fuertes y más poderosos que los otros, quizá como una simple armadura de lo débiles e inseguros que nos mantenemos detrás.  Ya bien lo expresa Morris Berman en su libro El reencantamiento del Mundo: “Nos atormenta nuestra falsedad, nuestro representar roles, nuestro huir de llegar a ser lo que realmente somos o podríamos ser”.
       Así pues cuándo nos fue otorgada la barita para designar en los otros, no sólo en los niños, lo que está bien y lo que está mal, y cuándo se nos dijo que no debíamos asumir ver nuestros propios actos y nuestros propios problemas.
      Claro está que los niños necesitan a los adultos como una guía para las formas de convivencia en la sociedad, pero últimamente los niños han rebasado a sus padres en muchas formas de pensar y ver la realidad, precisamente por las facilidades y las habilidades que les proporciona esta era de tecnología e información.
      A pesar de lo que se piense los niños toman sus decisiones, al nivel de su vida, así jugar o escribir o pintar, son como nosotros decisiones tomadas con seriedad. Muchas veces en esta época de paradojas y contradicciones los niños nos demuestran cuál es el camino correcto y nos dan lecciones de vida.
      En mi caso alguna vez platicando con mi sobrina cuando tenía siete años me demostró lo anterior. Nos encontrábamos viendo la televisión, yo por otra parte me sentía terriblemente conflictuada. Ella me miró a los ojos seriamente y con una voz muy fuerte me indicó que debíamos hacer algo justo (desde ahí comenzó mi impresión), debíamos ver algo que a las dos nos gustara. Mientras cambiábamos los canales, “chucky” salió a la  vista, ella volteó y me dijo: “ Jenny tengo que ver esa película, es mi miedo y debo enfrentarlo”.
      La sorpresa que esas palabras provocaron en mí fue tal que sólo pude disponerme a ver la película con mi sobrina. Al cabo de aproximadamente dos horas mi sobrina superó su miedo y me expresó la fortaleza de una acción tan sencilla y la pureza de su alma, que en comparación con mi situación desencadenó una reflexión perpetua. Así sin más me dijo: “Ni daba tanto miedo, verdad”.

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