domingo, 25 de abril de 2010

“¿De dónde proviene el poder?”

El derecho divino del poder en una sociedad democrática

“La conclusión final es que sabemos muy poco y, sin embargo, es asombroso lo mucho que conocemos. Y más asombroso todavía que un conocimiento tan pequeño nos pueda dar tanto poder”. Bertrand Arthur William Russell. (1872-1970) Filósofo, matemático y escritor británico.


Ante los desarrollos tecnológicos y la evolución humana, el siglo XXI ha llegado y se ha establecido entre nosotros como el escenario idóneo para la superación de nuestros rezagos sociales, económicos, culturales, políticos, etc. De esta forma, las personas que habitamos en México nos hemos llenado de orgullo y esperanza de que el desarrollo y el progreso, dos palabras siempre en boga en el poder político, lleguen pronto a nuestras vidas para quedarse.

      Aun contemplando lo desastroso que ha sido para México el poder, ya por uso, ya por desuso, los mexicanos seguimos manteniendo una fuerza que nos provea de un futuro más alentador y que nos encare con otra realidad a la que viven 47.19 millones de pobres, según el estudio más reciente, en el 2008, del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), frente a los 107 millones de mexicanos aproximadamente que reportó el INEGI también en esa fecha.

      El poder en nuestro país se ha distribuido estratégicamente y siempre con carácter generacional, y aunque quienes estén al frente deben proteger nuestro bien y actuar en función del pueblo, sobra decir que los intereses particulares se han sobrepuesto a los de millones de controlados y dominados simbólicamente.

      Si bien el poder es en sí la capacidad de cambio en la sociedad, su último fin es la prolongación del mismo y por ende el alcance de la transformación a través de la coacción y la coerción, pero eso claro sucedería en los gobiernos monárquicos, aristocráticos o absolutistas, no así en un gobierno “democrático” como el que solventamos.

      La democracia vino desde la antigua Grecia a proveer al pueblo precisamente de poder, de modo que éste tuviera el derecho de elegir a quien lo representara. Este sistema de gobierno ha posibilitado, en teoría, que los habitantes de una sociedad puedan tomar las decisiones adecuadas y seguir las rutas apropiadas para el bien común; así, su representante se encargaría de reunir en una voz la de uno, la de otro, la de todos.

      En México, por lo tanto, nadie debería decirse acreedor del poder por orden divino ni por pertenecer a una clase social dominante; por el contrario, en México somos los mexicanos quienes a través del voto decidimos con base en propuestas y proyectos específicos a nuestros representantes de los poderes Ejecutivo y Legislativo que rigen el país.

     Pero lo cierto es que en nuestros hombros pesa el pasado y la ignorancia de casi todos de saber hacia dónde dirigirnos ante un sistema de poder que continuamente se ve envuelto en el fracaso y el caos.

      México ha sufrido tantas disputas y guerras que en vez de parecer una comunidad, cada vez se ve más orillado a la segregación y al individualismo. Después de independizarnos y alzarnos en revolución, nuestro país no ha hecho otra cosa que seguir el camino sin ninguna previa preparación y sólo basándose en lo que su vecino del Norte ha mostrado.

     Así, hemos pasado por un sinfín de gobiernos impuestos que en cada jornada electoral montan la obra de las elecciones, y como “sin querer queriendo” los mexicanos hemos terminado por decepcionarnos del poder y aun así seguir proclamándonos democráticos.

      La democracia por tanto en nuestro país funciona como una forma evolucionada de la aristocracia y el absolutismo teológico, ya que nuestros representantes no son elegidos por el pueblo, sino por la gracia de Dios o el linaje al que pertenecen (a pesar de que el poder sagrado quedó atrás desde el siglo XVIII con la Revolución Francesa), estando depositada en la fuerza creciente de los mass media.

      De nuevo, aquí en nuestro estado estamos en el momento especial de efectuar las elecciones; el abstencionismo se ha hecho la alternativa más recurrente, pero la inacción sólo confirma nuestra incapacidad de poder tomar el poder, el poder que proviene de nosotros.

      Quizá ya sea tiempo de dejar de preguntarnos cuándo llegaremos a querer tomar el poder en nuestras manos, quizá ya llegamos a querer desde el momento en que nos vimos timados; lo verdaderamente preocupante ante nuestra apatía es si nos gusta seguir sólo cuestionando sin criticar y actuar al respecto, y más aún, si nos gusta ser timados, al cabo que siempre es más fácil vivir en el engaño que poner manos a la obra.

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